Rosalinda.


Rosalinda es mi madre. Es un fenómeno de la vida, una de esas personalidades que ocupan todo el espacio que pueden y que a muchos atropella. Tiene un punto de vista peculiar, seco, absurdo y chistoso. Desde ahí produce opiniones en abundancia y vive ansiosa de compartirlas en todo momento. Es una emisora natural de veredictos que genera bajo una métrica moral y estética que a lo largo de su vida ha ajustado a su favor. Tirana poseedora de un ingenio de severa inmediatez que ha afinado a lo largo de 66 años con el que se ríe de todo y de todos (en su cara) y con especial gusto de aquellos que demuestren tibieza o debilidad porque es devota de hacer las cosas con descaro. 

Para Rosalinda toda opinión debe ser vociferada in situ. Ni busca ni retiene información sobre otras personas para usarla a su beneficio porque no tiene filtro. 

Rosalinda es expresiva, incluso histriónica. Tiene una peculiar debilidad por ser el centro de atención y dirigir las conversaciones porque mientras ella lleve la batuta, estas serán entretenidas y pocas cosas la desesperan mas en el mundo que la gente desabrida. 

Es conocida por generar una pequeña tribu a su alrededor en cuestión de minutos en cualquier evento, con el fin de compartir su postura ante eventos recientes, desde lo personal hasta lo mundial, pero goza particularmente comentando las elecciones estéticas de los demás invitados.

Rosalinda es una de catorce hermanas (de ahí su gusto por sobresalir) y un hermano. Ella se refiere con cariño y burla a partes iguales a éste conjunto como Las Gordas desde el día que dejó la casa donde creció para emprender la propia. Las tiene agrupadas en un solo apodo por economía de la palabra ya que la mayoría de ellas viven juntas y porque eso son: gordas. Rosalinda es una autoproclamada gordofóbica y no tiene el mínimo reparo en expresarlo.

Las Gordas y Rosalinda fueron criadas por mi abuela Eustolia, ser supremo de gestación que pasó (según mis cálculos) 238 años pariendo a diestra y siniestra. Época en la que embotijó en su cuerpo de metro y medio de altura poco mas que amor, risas y lágrimas evidenciado cuando al abrazarla, se le escapaban por la boca y por los ojos. 

Con tanto amor para dar, mi abuela aparte de criar a sus hijos y a un gran porcentaje de sus nietos, criaba a quien se dejara. Hasta el día de su muerte, en casa de la Eustolia la familia completa compartía los 3 tiempos de comida sin falta o justificación alguna. Aparte de eso había todos los días y a toda hora un desfile de personas ajenas a la familia a las cuales alimentaba sin preguntas ni prejuicios.

Eustolia todo lo que supo ser en la vida, fue madre. Fue su talento y su fragilidad. Desde su entendimiento del mundo, Eustolia criaba con miedo. Sobreprotegía creyendo que el mundo era un lugar duro y que nadie vería por cuidar a sus hijas como ella lo hacía. Eustolia no sabía soltar y logró con su crianza abatir en muchas de sus hijas toda rebeldía y deseo de independencia. Eso facilitó que la mayoría al encontrarse en la soledad que conlleva la maternidad, regresaran bajo su cuidado (y custodia) sin saber que nunca volverían a dejar el nido, o sabiéndolo pero obviandolo a conveniencia.

Rosalinda fue la primera de 3 que logró poner tierra de por medio cuando se casó, para no regresar nunca a la seguridad del lecho materno. Solo una mujer voluntariosa, sabiéndose la única y auténtica voz de la razón universal podría haberlo logrado.

Salió de Los Mochis, Sinaloa junto a Humberto (mi padre) a buscar futuro. Jugaron a la casita en varias ciudades, hasta que se establecieron en Puebla donde nací yo. Un par de años después agarramos camino hacia Tuxtla Gutierrez, Chiapas donde nos “pusimos en paz” (sus palabras). Ahi mis padres se dedicaron unos años a partirse el lomo cocinando para el emprendimiento al que juntos le apostaron todo mientras le daban forma a nuestra familia con dos integrantes más.

Sólo Rosalinda sabe la chinga que se puso, lo que perdió y lo que ganó en el camino y cuanto valió la pena. Alguna vez con 2 (o 6) cervezas encima se le escaparon las cuentas acompañadas de lágrimas.

A Rosalinda paulatinamente la traicionó la crianza de apego extremo. Cuando eramos pequeños nos daba suficiente libertad, nos dejaba para ir al parque o a la tienda solos para ejercitarnos el músculo de independencia aunque se quedara en la casa con el estómago hecho un nudo. Daba permisos para visitar amistades e incluso para ir a dormir a otras casas, editando previamente nuestros circulos sociales.

Fue hasta que empezamos a dar señales de adultez que empezó a cambiar la dinámica. Ya sin permisos por pedir, empezó a tirarnos anzuelos (por no decir redes) de comodidad a sus hijos (y eventualmente a yernos y nuera) para evitar que nos salieramos mucho del corral. 

Es una madre y suegra que apoya en todo lo que puede para que vivir a tiro de piedra de ella sea fácil y conveniente. A ratos actúa como si su propia generosidad la importunara pero tanto ayudar como quejarse le dan vida. A mi percepción, está en lucha permanente contra el síndrome de nido vacío porque tener alguien a quien “cuidar” todavía la hace sentirse importante y segura.

Rosalinda como Eustolia, alimenta. Siempre tiene la alacena llena y el refri desbordado con todo lo necesario para cualquier antojo que pudiéramos tener. Nada en exceso, lo suficiente de todo para que no salgamos de la casa a buscarlo y lo apenas suficiente para no glotonear evitando así la tan temida obesidad.

Rosalinda no abraza, no elogia, raramente felicita y es democrática al hacerlo: es así con su marido, sus hijos y con a población en general. Pero acompaña, siempre. Y cuando lo hace es determinada, casi obsesiva. Mis hermanos y yo nos reímos porque aunque no lo exprese, Rosalinda está convencida que si no nos está observando en todo momento, dejamos de respirar. Como un síndrome imaginario de muerte de cuna de la vida adulta.

No pretendo justificarme ¿a quien le dan pan que llore? Sabemos que darnos de comer y extendernos esa comodidad son sus maneras de dar afecto. Comida y comodidad que ya es un chingo y se agradece desde el alma. Pedir más sería vanidad.

En la infancia el universo se termina en la puerta de la casa. El tiempo y espacio inmediato en la niñez es donde una persona se forma y formula lo “normal”. Rosalinda fue criada entre tanto congénere, que Eustolia no se daba abasto. A pesar de su gran figura en la que podría arropar a varios, la cotidianidad no le dejaba recursos para tener contacto maternal con todos y cada uno. Eustolia veía por 16 personas (mínimo) al día. Sin microondas, lavadora/secadora, televisión o internet. En una época y en un estrato económico donde la ayuda en el hogar no estaba normalizada, era lo que tocaba, limpiar y criar. Así sola, pariendo y dando chichi se encargó de todo lo necesario para llevar una casa durante años, al menos en lo que las hijas mayores crecieron, se familiarizaron con los procesos domésticos y fueron repartiéndose algunas de las tareas. Eustolia se ponía una reverenda chinga y se entiende que no tuviera tiempo o energía para darle a cada una de sus hijas ni medio abrazo al día. 

Yo abrazo probablemente entre un 20% y un 30% más que mi madre. Mi ventaja fue que me criaron en una ciudad donde el lenguaje de amor de la gente es físico. Todos, absolutamente todos los chiapanecos se abrazan y besan para expresar el gusto de convivir. Es normal ver hombres expresando afecto y amigas agarradas de la mano caminando por la calle. Es común llamar hermano/a o primo/a a los conciudadanos y proveedores de servicios. De esos pocos lugares que todavía existen donde la lactancia materna no solo es bien vista, además es celebrada y la máxima señal de una maternidad ejemplar. En esta ciudad es costumbre llamar “tías” a todas las señoras pero con especial cariño a las amigas de tu madre y a las madres de tus amigas a quienes con este término, se les adjudica el trato correspondiente. Esta jocosidad Rosalinda la usó a su favor al verse en la otra punta del país sin hermanas, tías ni acceso a la madre propia. Se hizo de una “familia” de amistades que actuaron a la altura del papel que se les pidió interpretar y cooperaron en nuestra crianza abrazandonos mucho, regañandonos cuando hacía falta o encubriendo una que otra cagada habitual de la infancia. Vaya, yo no me di cuenta que mi madre no abrazaba hasta que me casé y mi papá entre otros consejos maritales me recalcó: abraza a tu marido. 

Traer a colación que mi madre no exprese fisicamente su cariño, no es reclamo hacia Rosalinda, mucho menos hacia Eustolia. Justificación sobre mi maternidad tampoco. Es recalcar que cada casa basa sus dinámicas cotidianas en contextos. Entender el contexto en que se criaron los que la dirigen cada “nueva casa” forman un eje desde el que se gestan y gestionan las dinámicas que la rigen y que hay que tener “tantita madre” para discernir cuánto y en qué maneras esto define la forma en que nos criaron a nosotras. Y en consecuencia poder analizar cómo criamos nosotras. Y asi por los siglos de los siglos, amén.

A ratos me gusta joder a Rosalinda por no abrazarnos, o por hacerlo dos veces al año (en nuestro cumpleaños y en año nuevo). Antes de abrazarnos le pregunto si está segura de querer hacerlo. A veces les digo a los niños que vayan a abrazarla porque le encantan los abrazos. Le pregunto dónde dejó el palito con el que nos hizo cariño cuando nos graduamos de primaria. A veces se ríe, a veces me dice “sigue chingando” y a veces se le puede ver procesando la culpa que esto le genera pero que tampoco externa, supongo que la guarda en el mismo cajón emocional donde guarda los abrazos. Y aunque estoy consciente de que yo también cojeo de esa pata, me gusta joderla porque ese es otro de los lenguajes de amor que heredé de ella (y de mi padre).

Y si, creo que podría abrazar más a mis hijos y hay días en que hago un esfuerzo consciente. Aunque me de un poco de vergüenza admitirlo, a veces tengo que ponerlo en la lista de pendientes entre lavarme los dientes y tomar 8 vasos de agua. Y es que como muchas, me encuentro en un continuo proceso de autocrítica, internalizado desde el alto (e inalcanzable) estándar de maternidad que se demanda de nosotras. Vara con la que toda madre ha sido medida desde que el mundo es mundo.

Tomándolo con filosofía, autoanálisis y sobretodo con hartazgo disfrazado de cansancio he ido soltando las expectativas que tenía sobre mi propia maternidad, en su mayoría generadas desde la ignorancia, rebeldía y arrogancia adolescente. Apenas ejerciendo el título he hecho las paces con el alcance que tenemos como madres humanas. De colega a colega te digo: los niños de todos modos se van a traumar por algo, se trata de escoger el trauma menos culero. Somos madres, no mariachis, no son complacencias.

Lluvia Guerra